sábado, 1 de diciembre de 2012

Las Entrañas del Infierno, primera parte



-I-

He estado muchas veces en el infierno. Entraba y salía a mi antojo, hasta que una mañana, antes de volver a mi cueva, me pasó cuentas, una tortura para mi alma. Con lágrimas tan estériles como la propia muerte, persiguiendo extraer de quién creí que me amaba algún sentimiento de compasión, quedé en solitario en aquella cámara premortuoria, mientras observaba sus dos espaldas alejándose hacia la nada. Mis mejillas, demacradas bajo una luz que, imitando al sol, me confería un aspecto poco atractivo a los ojos de aquella muchacha, ahuyentaron a mi ángel de la guarda, mi única salvación, al que otra vez volvía a acompañar el mismísimo diablo, de cuya presencia una vez quise librar.
Unos ojos difuminados entre las tinieblas de los alcaloides que los colmaban, y de cuya desagradable mirada en un principio siempre intentaron evadirse los míos, iban recorriendo con cierta mofa los percances que había sufrido mi ser. Tomando la frágil mano de la doncella que me condujo hacia las puertas del infierno que regentaba aquel diablo, que ahora la tenía sujeta con sus garras, esta vez mis ojos vieron como ya definitivamente la arrastraba hacia sus dominios, abandonando una habitación eterna, en la que nunca más volvería a entrar. En mi retina quedaron ancladas nuevamente la luna y dos estrellas.
Solo, revolviéndome entre los espumarajos de mi propia desgracia, y con la mirada ausente de unos ojos envenenados desvelando mi sueño, quedé para siempre sobre un trono de ruedas, imaginando día tras día mi propia salvación, el regreso de la persona amada con los brazos extendidos para buscar el contacto de los míos, un hálito de vida que me animase a seguir respirando. El tiempo ha pasado y ahora sé que no me amaba. Era el interés todo cuanto la movía en una búsqueda de la fuente capaz de calmar su sed.
Me pregunto que habrá sido de aquella “chiquilla” de mirada embriagadora que un día conocí, ángel manchado, tal vez ahora muerto, tal vez vagando con una mente vacía buscando la sustancia capaz de colmársela, tal vez como objeto de placer del señor de sus tinieblas... Entre tanto, aquí vivo mi reposo eterno, inutilizado por el destino para contemplar el mundo desde una silla de ruedas, víctima de mi propia insensatez, todo, guiado por la sociedad.

-II-

Recuerdo la infancia desvaneciéndose en la pubertad, la época en que las hormonas enloquecieron, el vello apareció y mis ojos en ellas se fijaron. Curvas trazadas con una perfección nunca superable, minuciosamente colocadas por alguien que tal vez quiso subyugar al hombre para hacerle enloquecer ante el cenit de su creación; pequeños bulbos germinando ocultos bajo las ropas, que captaron en numerosas ocasiones la atención de mis abriles; sus miradas picarescas, llenas de dulzura; los cuchicheos entre ellas, acompañados de discretas ojeadas y   sonrisas. Todo atraía cada vez más mi interés, no obstante, siempre fueron merecedoras de mi gran respeto, aunque también me engendraron cierta timidez.
Los estudios, junto con las relaciones familiares, empezaron a fallar; querer sin poder, necesidad de independencia, ganas de acción frente a una vida desconocida, y rebeldía corriendo por mis venas, me llevaron a romper con la ya pasada inocencia. Con aquel cambio, las cosas que alimentaron mi infancia quedarían atrás. El dinero, de forma inexplicable, comenzó a causar cierta dependencia y su escasez no me permitía muchas “necesidades”, así que deje los estudios y me entregué a aquello que mantiene el país, trabajar para subsistir en un mundo difícil y quizá, contribuir a enriquecer las arcas de unos pocos. Aunque en un principio no me hicieron contrato, corrí bastante fortuna, y en fin, es el trabajo aquello que dicen dignifica al hombre.
Dinero, dinero... Todo cuanto quisiese podía ser mío; comprar una cosa u otra que llenara mi sed interior, se convirtió en el alimento de una adolescencia que tenía el futuro en sus manos; desgraciadamente no me di cuenta de que ello poco saciaría la sed de mi joven alma y me iba a conducir hacia una desgracia nunca imaginable.
Tras dejar los estudios y entregarme en cuerpo y mente a las inagotables jornadas laborales de la industria textil, las únicas posibilidades de relacionarme con gente de mi edad se extinguieron durante los días de trabajo, que tanto se aprovechaban de mi tiempo para disfrutar de la vida. Por suerte o por desgracia, quedaron las noches del fin de semana. Un entorno en el que, primero el tabaco, seguido del alcohol y después aquellas curvas de la locura, empezó a crearme adicción al medio de las alimañas de credo nocturno.
Vatios de sonido; luces en movimiento; danzas exóticas en un entorno cavernoso, formaban un lugar diferente al mundo conocido que atraía con facilidad a personajes poco deseables, con los que prosperaban los pequeños negociantes buscando alguna alma de la que apoderarse mediante alguno de sus productos sintéticos; alucinógenos que, en manos de gente con problemas, les permitían escapar de su realidad o les llevaban a  comportarse de forma violenta. Nunca llegué a imaginar que por amor, tal vez necesidad, o miedo a estar solo, yo también pudiese caer en aquella red de enajenación que me llevó a perderme a mí mismo y todo lo poco que tenía.
En un principio, no me atrajo con demasía la vida después del crepúsculo, pero era el único medio con el que creí contar para relacionarme con la gente de mi edad, al haber roto con todo cuanto atañía a mi pasado, pero... aquellas curvas,... lo decían todo. Era inexplicable la atracción hacia el sexo opuesto. La música -según llamaban a aquel conjunto de sonidos inaudibles, más propios de un cataclismo- empezó a adentrarse en mi cerebro, que fue  descifrando su lenguaje y se rindió ante sus ritmos. Todas las partes móviles del cuerpo se estremecían frente a tal cumulo de vibraciones y,  una vez en movimiento, le resultaba difícil detenerse. La dejé fluir dentro de mí para quedar fundido con la ella.
Con una música vibrante, digital y acelerada, conseguí moverme como un auténtico endemoniado, aunque siempre teniendo conciencia de cada uno de  mis actos, pero que a ojos de cualquier mortal común, parecía estar bajo los efectos de la droga más poderosa creada por el hombre. Aquella extraña danza, fue la causante de que ciertos interesados en conocer la fórmula capaz de producir tal efecto, se decidiesen, con cierto temor, a acercárseme. De un modo un tanto extraño, conseguí algunos buenos amigos, que, entre bromas, nunca llegaron a creer que no tomaba ningún narcótico. Siempre quedaban atónitos ante mis movimientos. Fueron ellos quienes me condujeron a otras regiones en las que mostrar su descubrimiento, ampliando así, mis conocimientos acerca de aquel nuevo mundo. Causé bullicio y admiración allá donde iba, todo un espectáculo en el que yo era el centro y el resto, hervía a mi alrededor.
Yo quería más, más, cada vez más. Coches, velocidad, alcohol, música, tabaco,... eran el condimento hacia el descubrimiento de nuevos centros de poder.

--   Daniel Balaguer    http://www.danielbalaguer.es    https://sites.google.com/site/danielbalaguer

No hay comentarios:

Publicar un comentario