sábado, 10 de noviembre de 2012

EL PICO DE LAS ÁGUILAS (tercera parte)


Solamente tres días marcan la diferencia.
Un abismo se abría bajo mis pies, mientras, con cada extremidad, buscaba el apoyo que me permitiese subir más y más por una vía muy arriesgada, camino de la cumbre, en la que poder contemplar la pareja de águilas que habíamos liberado para repoblar el entorno de una especie navegando contra el viento de la extinción. El viento azotaba mi costado. El sudor iba surcando mi frente y sentía como los músculos empezaban a ceder ante la fatiga de tan larga escalada. Intenté no mirar atrás para ver la altura a la que estaba situado, pero en la mente no dejaban de surcar las ideas de un gran precipicio, del que un leve descuido, siempre iba a resultar mortal.
Subir sin cuerdas es algo para lo que pocos en el mundo están capacitados o reúnen el valor suficiente, pero era más que un desafío para mí, un gran modo de superación personal, que quizá pocos entiendan. Yo y la pared, no había nada más. Una vez arriba, quedaba la  satisfacción de tener un nuevo reto superado, tomar un buen trago de agua y ver cuanto se expandía a mis pies; sentir la brisa del cielo soplando en todas direcciones, contemplar valles, cumbres, montes, ríos y barrancos desde el lugar en que los dioses nos observaban. El principal objetivo de mi visita, se veía cumplido cuando la pareja de águilas hacía su aparición, planeando por la cara este del pico, algo más abajo del punto en que me había situado, unas aves de impresión pero nunca tan salvajes como referían algunas historias de viejo. Era maravilloso ver como se deslizaban por el cielo, todo el paraje quedaba pequeño frente a su grandeza. Un grito mío enviado más allá de los cielos, les dijo quién era yo, y tras reconocerme, la hembra voló hacia mí para tomar el pedazo de carne que les había llevado. Las alas mostraban su mayor envergadura, la cola iba dirigiendo el rumbo y la cabeza se disponía a aguzar los cálculos para posarse en mi brazo. Finalmente sentí el poder de su peso descansando sobre una extremidad adiestrada, la fuerza de sus garras sujetándose al guante. Una vez más quede fascinado ante sus ojos y pude sentir la suavidad de aquel plumaje. Sin duda, el ave apreció con gusto el detalle de mi visita, despedazando con el pico parte de mi ofrenda. El macho, un tanto más rezagado, se posó a pocos metros de mí, observando con recelo.
Media hora después, me dispuse a descender del pico de las águilas. Tomé la escasa cuerda que había traído en la mochila y la pasé por uno de los diversos anclajes de subida, para emprender un descenso parcial hasta otro anclaje situado metros más abajo, dada la gran altura del pico y la escasa cuerda que podía llevar conmigo. Así hasta el último. Al fin pude pisar tierra firme y sosegar mis nervios. Allí bajo, en el lugar de los mortales, me quedaba una tarea por cumplir. Como guarda forestal, debía velar por la seguridad del lugar, dada la creciente subida de las temperaturas con la llegada del verano y la amenaza de los incendios forestales.
Asentado en otra de las numerosas laderas que existían, y junto a un gran roble extinto y moribundo, estaba el refugio de quienes velaban por conseguir una declaración de parque natural del entorno. Tomando un café caliente, como todas las mañanas, temprano, salí a maravillarme con uno de los miles de amaneceres diferentes que se podían apreciar cada día. Nunca imaginé aquello que me aguardaba, allí, detrás de aquel cerro.
En un viaje al pasado, apenas unos meses, puedo sentir el viento húmedo del invierno, mientras la nieve se fundía en las alturas, y nosotros, con una piragua, nos disponíamos a descender el río, que en aquellas fechas aumentaba de caudal. Rápidos, saltos, rocas emergiendo a mitad del cauce, recodos, hacían del río una de las diversiones más preciadas por el grupo de amigos que practicábamos uno de los variados deportes de invierno.
Surtidos de toda clase de material necesario, una compañera nos llevaba al punto de partida cargando en el todoterreno con todo el equipo, para después ir a recogernos río abajo. La diversión estaba asegurada. Poco a poco íbamos ganando velocidad y el río se tornaba más salvaje, orgulloso de sentir envueltos entre sus aguas, nuestros gritos de júbilo. De vez en cuando una roca o un árbol caído atravesando parte del caudal, se convertía en toda una aventura, que incluso a veces pudo provocar un pequeño susto volcando la piragua, pero hasta el momento, nada de importancia. Una vez superado el trance, proseguíamos el rumbo hasta llegar a donde nos aguardaba la esperada fogata, junto al vehículo, en el lugar en que las aguas disminuían su furia.
Nada como una toalla, ropas secas y algo caliente que echarse al estómago. Aquella parte del río, era óptima para la pesca, tanto, que incluso alguna vez nos sorprendió la aparición de algún oso errante, en busca de un buen plato de pescado. Siempre resultó gracioso verlos sumergir su cabeza bajo el agua para estudiar con detenimiento la actitud de las truchas. Otros más experimentados, se bastaban de un simple zarpazo para atrapar a quien iba a saciar su apetito durante unas horas.
Me pregunto que sería del lobo que una noche alborotó los gallineros y establos, y que de vez en cuando, mareaba a las apacibles gentes de la aldea junto con alguno de sus compañeros. El año pasado, ya no se supo más de él, pero aquel verano me causó gran impacto la mortandad que sus fauces eran capaces de realizar en apenas unos minutos. Siempre oí viejas historias de masacres provocadas por una manada, pero nunca antes había visto tanta sangre ni tantos animales sacrificados en semejante y atroz culto a la muerte. Aquel día, extrañamente, el animal se aventuró a un ataque en solitario y tal vez el último.
Peor que aquella atroz matanza es la acción de otro depredador no menos conocido, pero sí más feroz, guiado hacia la aniquilación de especies enteras por mero aire de superioridad, sin seguir instintos de supervivencia como los del lobo, con la única disparidad de que a él, ninguna otra especie, más que la suya propia, le acecha. Se trata de una alimaña enemiga de sí misma, cuya acción, hace crecer en mí una fuerza de rebeldía interna; alimenta mis ganas de lucha para combatir su actividad sobre el lugar que me dio la vida, y esta es una guerra que no puede ganar un hombre solo.
Con la escasez de animales, quizá algo tarde, van desapareciendo también los solapados cazadores, que tanto atormentaban a las águilas o  lobos con sus trampas y venenos, para acabar con quienes les privarían de la ración de conejo para llevar a sus hogares; artimañas de las que siempre surgían nuevas víctimas, tras quedar atrapadas en un lazo o un cepo, que en absoluto declaraban que iba contra ellos. Más mortal, era la acción de los métodos químicos, ya que con un simple pedazo de carne envenenada, conseguían exterminar numerosas especies siguiendo su cadena alimenticia.
En más de una ocasión, tuvimos que socorrer a algún animal, víctima del pánico que le asaltaba atrapado en una trampa, de la que sus primitivos instintos por evadirse, no hacían mas que perjudicarle en gran medida, incluso acabar con ellos. Una pata, la cabeza; un gato salvaje, un jabalí, un ciervo; nada era capaz de distinguir un artefacto concebido para el exterminio, incluyendo algún cazador despistado que solía meter la pata en sitios poco recomendables.
Especies protegidas, podían sufrir el acoso de un perdigón emitido por la escopeta de algún ignorante que buscaba un trofeo para resaltar su virilidad. Hazaña seguramente agrandada con sus palabras de cobardía, al encontrarse en desigualdad de condiciones frente a quien  estaba desarmado.
Es algo paradójica la actitud que podía tomar el más feroz de los lobos que el hombre pudiera imaginar, cuando quedaba prendido en una trampa, peor y más despiadada que sus fauces.
Agazapado ante una muerte inminente, estaba aquel lobezno amigo, de aproximadamente setenta kilos, gimiendo de dolor mientras un desconocido intentaba librarle una pata astillada entre dientes y muelles de hierro, para después, rendirse ante quién pretendía sanar sus heridas. Una vez rehabilitado, siguió rondando por las inmediaciones del refugio de montaña, al acecho de un vestigio de solidaridad con su apetito. Y surgiendo de detrás del roble, madrugando tanto como yo para seguir mis costumbres, aparecía una vez más el lobo solitario y despegado de su entorno, demandando un gesto mío que le indicase la disposición de algo para comer junto a la cabaña. Con cierta timidez, el rabo entre las piernas y las orejas gachas, acudía pausadamente al lugar indicado con una seña mía en busca de alimento. Con voracidad, tomaba el pedazo de carne para alejarse  acto seguido, tan rápido como su cojera le permitía.
Intentamos, repetidas ocasiones, que no se acostumbrase a la presencia humana, que volviera a sus orígenes e instintos, pero nos resultó imposible. Resistió varios días de inanición echado junto al roble. Lo asustábamos, pero al cabo de un rato, volvía y volvía. Al final, tuvimos que adoptarlo como perro de compañía, pero una mañana, al igual que el lobo de antaño que atacó una noche los gallineros, no volvimos a verlo.
El canto de los pájaros siguió inalterable con aquella desaparición. Los animales emplumados continuaban gorjeando con la fuerza necesaria, para que aquel que no tiene nombre, continuase velando por las aves de su paraíso, siempre tan alegres. Cientos de trinos diferentes rompían la noche cada amanecer, dotando a los árboles de una vida mucho mayor que la conferida por el viento acariciando sus hojas. Los cielos se estremecían ante el vuelo de bandadas capaces de ocultar el sol por un instante. Alados buscando la mejor extensión capaz de darles alimento y refugio, para que una vez llegado el invierno, pudieran emprender un viaje de ida hacia la nada, de la que surgieron.
Ahora son pájaros de hierro los que surcan el cielo.
--   Daniel Balaguer    http://www.danielbalaguer.es    https://sites.google.com/site/danielbalaguer

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