sábado, 13 de octubre de 2012

MUERTE BAJO LA LUNA (quinta parte)


Bajo una luna a media asta, en preludio de la tragedia que se nos avecinaba, sembrando de estrellas la oscuridad de una noche joven, fijé mi atención en los escarpados de la montaña a la que nos dirigíamos. Eran como dientes afilados que buscaban desangrar el  cielo que velaba por nosotros y, en su descuido, tras percibir un movimiento brusco de la motocicleta, volví la vista al frente. Dos luces saliendo de aquella curva, cegaron mis ojos. Un vehículo dando bandazos a lo ancho de la carretera nos iba a embestir sin que lo pudiésemos lidiar. El deslizamiento de los neumáticos sobre el asfalto dio paso a un estrepitoso ruido; los destellos se apocaron; las esquirlas de luz del día se reflejaban en la luna, que hacía de espejo e iba imprimiendo el accidente en su superficie, para poder testificar ante el albedrío.
El mundo se puso a dar vueltas golpeando mi cuerpo por todas las partes imaginables; tunda peor que las palizas a las que me sometía mi precursor.
Tu cuerpo paralizado yacía en la calzada a pocos metros del mío, con una mirada blanca e inmóvil fija en la bóveda celeste bajo la que yacíamos. Y con los ojos dilatados a punto de desorbitarse, tal vez le cuestionabas a la luna el porqué de nuestra desgracia. Tras unas convulsiones y unas bocanadas de aire, al igual que un pez fuera del agua, tu cuerpo volvió a la inmovilidad.
De mis ojos se sacrificaron unas lágrimas frías que contrastaban con el sofocón de mi piel, para lentamente emprender su descenso por las mejillas, hasta perderse en la nada, dejando impresas tras de sí las huellas de su paso marchito. El espejo del día me permitió vagamente distinguir, entre sombras, un hombre azorado tambaleándose a nuestro alrededor moviendo bruscamente los brazos en un aspaviento, como queriendo ahuyentar la muerte que ya merodeaba por los arrabales del bosque. A la luz de un encendedor, su aliento contagiado de alcohol recorría mi cara a poca distancia para comprobar el estado en que me hallaba. Antes de languidecer a causa del golpe, alcancé a distinguir la mirada dipsómana de aquellos ojos teñidos del color rojizo que deja el espíritu del whisky en sus diminutos capilares; visión que evocaba el rostro de mi padre.
Bajo un firmamento oscuro poblado por miríadas de estrellas, un grupo de nubes se deslizaba tratando de ocultarle a la luna el horror de lo sucedido. De repente, un mareo punzante y doloroso desvió mi consciencia hacia la nada. El clamor del viento se aquietó; los grillos interrumpieron su melodía; la luna y las estrellas se desvanecieron en la oscuridad, y de un mundo ilusorio en el que todo era blanco, vinieron a mi mente flashes del curso de una vida obstaculizada por la imprudencia; todo ello en una insignificante fracción de tiempo.
Pronto el valle experimentaría más alboroto del que pudieran producir millones de aves congregadas a un concurso de canto. Luces de colores, dando vueltas y trayendo el eco de la muerte, iban a marear la relativa calma que huiría despavorida hacia otro lugar más recóndito de la cañada. Hombres de uniforme se harían con la situación. Se  iban a desplegar gran cantidad de medios para que el entorno borrase de su recuerdo cualquier suceso presenciado y que todo quedara como si nada hubiese ocurrido. Atrás quedaría el valle azorado por el episodio, que poco después reanudaría su actividad como si nada le hubiese afectado.
El personaje que causó la tragedia bajo efectos del espíritu de fuego, iba a ser interrogado; tal vez también recibiría un vapuleo de parte de algún alguacil reprimido.

Llevada en una inconsciencia desconocida, desperté en un lugar que se me antojó el mismísimo cielo. En medio de un coro de ángeles, dentro de aquel mundo de infinita blancura, la cabeza me daba vueltas; mi corazón latía en su interior, como tratando estrujar el cerebro que en ella habitaba. Luces blancas en movimiento ambientaban aquel sitio en el que nada se detenía, y flotando en un universo de dolor sumergido en el silencio, pequeños sonidos empezaron a surgir de aquel remanso de paz, del que comencé a distinguir breves palabras.
Recostada en una cama de nubes, volví la vista a un lado y una imagen aterradora se clavó en mis ojos haciéndome despertar del mundo irreal en que estaba sumida. Un cuerpo que me era conocido, daba saltos sobre una mesa de torturas rodeado de demonios verdes, muy obcecados en su labor recreándose en aquel baño de sangre.
Unos pitidos agudos turbaron mis oídos. Pretendí levantarme, pero mi cuerpo no respondía. Mis orejas no desviaban su atención de aquellos pitidos pausados y distantes unos de otros que, tras uno largo e interminable, dieron paso al silencio más aterrador que hubiese oído nunca.
- Esto se ha acabado, ya no podemos hacer nada.
El olor a sangre reseca impregnaba el ambiente. Gritos de dolor procedentes de otro camastro de torturas, violaron aquel silencio que a punto estuvo de conducirme hacia la locura.
Una luz recorrió mi cara y se detuvo en los ojos que no cesaban de moverse en un intento desesperado por evadirse de la situación.
- ¿Sientes algo?. ¿Me oyes?. ¿Qué ha sucedido?. ¿Y tus padres?.
Detrás de la luz, surgió una mujer de infinita belleza que parecía un ángel, y con su dulce voz intentaba aplacar mis nervios pero, ante la falta de respuesta y mi histerismo, la picadura de un oportuno y extraño insecto me arrebató la tensión de los músculos que se sumieron en una calma en jamás imaginable. El cansancio se apoderó de mi ser; el sosiego se hizo con mi espíritu; el sueño se adentró en mis carnes que se rindieron sin vacilar ante la fatiga y los golpes.
Una vez abandonado el dulce letargo, difuminada por las telarañas que encubrían mis ojos, aquella mujer, cuya mirada fue extraída del azul puro y cristalino del océano, haciendo gala del brillo de sus cabellos dorados, volvió a hacer su aparición. Tras entrar en la habitación, se detuvo al lado de la cama, mostrando una sonrisa perfecta y vestida de blanco, como si nada desagradable hubiese sucedido.
- Buenos días. ¿Cómo te encuentras?
- Bien aunque un poco cansada –respondí, no muy atraída por la pregunta-.
Se presentó muy amablemente, tratando tal vez de hacer una nueva amistad o quizá para espiar en mis pensamientos, que no se apartaban del dolor que habían vivido, al ver como los médicos pugnaban por arrancar de las garras de la muerte un cuerpo ya vencido.
- Vamos a hacerte unas pruebas más para asegurarnos que todo está bien, ¿vale?, tu cálmate.
Mi cabeza seguía extraña a cuanto sucedió, pero poco a poco, empezaba ya a ir tomando buena conciencia del destino que alcanzaste, pocas horas atrás, mientras deambulábamos por aquella travesía que surcaba el valle, bajo una luna con aspecto de guadaña; noche en la que te presentaron a la muerte, aunque aún para mí incierta.
- ¿Qué ha pasado?, ¿Dónde estoy?, ¿Y.. ?.
- Tranquila. No pasa nada. Tus padres no deben tardar en aparecer, y ahora siéntate en esta silla, que nos vamos a dar un paseo.
Tras cruzar el umbral de la puerta, con cierto temor ante lo que pudiese encontrar al otro lado, alcancé a distinguir tres personas y, sin duda, eran ellos. También les escoltaba el párroco, que esta vez estaba pálido como las posaderas de una novicia.
- Por favor, aguarden aquí un rato mientras le hacemos otro reconocimiento. No se preocupen. Enseguida les atenderá el doctor.
De regreso, mi madre se abalanzó sobre mí en un gesto desconocido. Interpretaba bien su papel. Parecía algo afectada por cuanto me había sucedido, (quizá le habrían propinado una tunda antes de abandonar su morada para que desfilase ajustada a las circunstancias). Mi padre estaba inexplicablemente sobrio, áspero como de costumbre y apurando las últimas caladas de un cigarrillo que le empequeñecía los ojos en cada bocanada. El clérigo se contentó al verme y quiso cerciorarse de que me encontraba perfectamente para, poco a poco, ir recobrando el color de los vivos.
-         Es un auténtico milagro que no te haya pasado nada, hija mía- repitió una y otra vez el cura. Después, acogió mi mano entre las suyas para infundirme consuelo por una noticia todavía desconocida a  mis oídos.
De repente su rostro cambió de expresión, mientras sus ojos se esforzaban por contener en su hombría unas lágrimas de pesar. Tras aislarme del resto de los presentes y, tragando una saliva amarga que le debió corroer la garganta, me dio la noticia de tu fallecimiento. Fueron unas palabras que salían con voz pavorosa y de impotencia, para manifestar su duelo; informe que desgarraba mi corazón al tiempo que atendía sus palabras. De pronto, mis ojos se encharcaron de unas lágrimas temblorosas, que se hicieron eternas y dudaban con gran temor a discurrir por unas mejillas empalidecidas ante la noticia.
El día se estaba haciendo interminable. Detrás de las ventanas un cielo oscuro perturbaba mi conciencia. Sentí con fuerte odio como la vida se me extinguía sumida en la crueldad. Creí enloquecer. Me faltaba el aire. Quise morir antes que permanecer en una jaula de rencor confiando en hallar nuevamente algún día un amor puro como el que acababa de perder.
Empecé a encogerme sobre la cama aguardando la muerte. En el ambiente iba disminuyendo la temperatura, tal vez para que fuese menos dolorosa mi agonía.
- Los resultados de las pruebas son satisfactorios, aunque presenta ciertas contusiones de poca gravedad a consecuencia de los golpes, pero que en pocos días se repondrá totalmente. Creemos que sería oportuno que volviese a casa después del trauma sufrido- dijo la doctora que nuevamente hizo aparición de entre la penumbra que impregnaba la habitación.
El párroco me apretaba la mano queriendo desesperadamente escurrir mi amargura y hacerla suya. Mis padres salieron de la estancia para conversar con los facultativos.
Tras un cristal que la luz se esforzaba inútilmente en atravesar, unos rostros deformados se movían de un lado a otro de la saleta; probablemente les estaban informando de mi estado de ánimo, las afecciones tras el accidente... y les darían ciertos consejos de actuación ante mi posible conducta, a los que con seguridad harían caso omiso.
- Regresamos a casa- dijo mi madre ocultándose tras una sonrisa postiza y de ficción, más bien propia de un moro estafando a un cristiano.

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