domingo, 28 de octubre de 2012

EL PICO DE LAS ÁGUILAS (primera parte)


Unas gotas de savia, procedentes de las dolorosas profundidades de la montaña, salpicaron mi rostro impotente frente su gran desolación, muerte de tanta belleza y esplendor. ¡Todo por cuanto!. ¡¿Para qué?!. Roca, negro, silencio, y aquel temible olor; todo estaba perdido, no pudimos impedirlo. Pasarán cientos de años hasta que todo vuelva a quedar como antes, pero jamás será igual, y nuestros ojos nunca podrán verlo. ¡No os dais cuenta!.
Unicamente el pico, esta vez vacío; cuatro islotes verdes emergiendo de un mar muerto; el río que tantas veces descendimos o el salto de agua en que nos bañábamos, permanecen aparentemente igual que antes, pero la vida mengua en sus entrañas; agua dulce, ahora salada, cuyas lágrimas alcanzan a contagiar su desolación humedeciendo mi rostro bajo el arroyo del sufrimiento.
Y allá a lo lejos, alzándose entre los muertos, el progreso. Destiladores de humo, una enfermedad extendiendo sus manos sobre la faz de la tierra. Tierra enferma con unas heridas mal cicatrizadas. Crústulas recubiertas de apósitos de asfalto que dificultan su recuperación y, sobre esas costras, la mayor plaga de parásitos que atormentan el planeta recorriendo sus heridas, para que nunca lleguen a cicatrizar, para extenderlas cada vez más y más hasta hacerse con ella por el recorrido más corto. Coches y asfalto.
Cada vez son menos los animales que pastan en los prados, son menos los osos que habitan en este entorno y menos los campos cultivados. Este es un mundo que va agonizando lentamente, día a día. Es como si la propia naturaleza se estuviese defendiendo de la plaga que le acecha, antes de que esta acabe con ella, y para esto, utiliza la sequía donde más agua se necesita; o las inundaciones en las zonas del planeta en que abunda el preciado líquido.
Aquí, en los dos últimos años, el índice de precipitaciones ha disminuido notablemente y, junto con el aumento de las temperaturas, a causa del efecto invernadero, se hacía peligrosa la acción de cualquier pequeño fuego de acampada o una simple quema de rastrojos. Eramos cuatro guardas forestales dispuestos en diferentes torres de vigilancia y no teníamos demasiados medios físicos para afrontar cualquier situación de emergencia.
El año anterior, tuvimos sólo tres pequeños incendios que pudieron ser diezmados sin haber causado grandes pérdidas materiales, pero éste año la sequía ha sido mucho mayor. Decían las gentes del lugar que no se ha conocido una sequía así desde hace casi cincuenta años.
En la aldea, apenas quedaban cuatro familias viejas, sin los hijos que una vez se marcharon a la ciudad en busca de mejor nivel de vida o comodidades. Pero seguro que allí, no podrán disfrutar de los maravillosos amaneceres o puestas de sol que cubren el cielo de una magia envolvente, entre la paz de estos montes. De todos modos, ahora es algo ya del pasado.
- La gente joven se marcha hacia las ciudades para buscar mejor futuro –decía mi abuela-. Ya nadie quiere trabajar el campo. No sé de qué van a vivir.
La ciudad nos enmarañaba en sus entrañas cada vez más, y la muerte de mi abuelo, se llevó consigo nuestro paso por la aldea, en la que ya nadie nos vinculaba, al llevarnos a mi abuela al medio en que pudiese recibir cuantos cuidados requieren el paso de los años. Aunque la fuerza con que me atraía aquel lugar, con el tiempo me obligó a volver, entonces, como guarda forestal.
Esta era una región húmeda, en la que pocas veces había faltado el agua, pero los pastos amarilleaban cada vez más, las fuentes iban  manando gota a gota y las moscas eran tan molestas como el plomo de un perdigón en el trasero. Florecían también las plagas de mosquitos, portadores de fatídicas enfermedades para los animales, aquello ahogó el agua con pesticidas. Y ahora...
--   Daniel Balaguer  https://sites.google.com/site/danielbalaguer
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sábado, 20 de octubre de 2012

MUERTE BAJO LA LUNA (sexta parte)



Las estrellas, aburridas tras toda una noche en vela, inician lentamente su regreso hacia los confines del universo. El alboroto  de los pájaros desplaza el silencio del crepúsculo, que regresa a su sepulcro, mientras una luz frágil comienza a hacer su aparición y cubre la espesura que queda a mis pies. El canto de un gallo en la lejanía avisa a la noche de que ya debe dejar entrada al día. Pequeñas luces extinguiéndose, como luciérnagas en movimiento en busca de nadie sabe qué, dotan al valle de una vida especial, mientras otras,  dormitando, contemplan su acción antes de que el albor del día les venza en intensidad.
El humo cálido de una caseta de campo se eleva hacia el cielo, en el que tan sólo queda la luna demacrada, retrasando su huida, expectante ante cuanto pueda suceder; y una voluminosa estrella, lucero del alba que le hace compañía. Ambas invocan la luz del día, al tiempo que unos rezagados cúmulos de bruma ascienden juguetones desde la hondura del valle, para desvanecerse antes de alcanzar la cumbre.
El mundo va adquiriendo un tono rojizo, en el que sólo se distinguen sombras inmóviles que se van definiendo a medida que amanece, según el sol sale de su escondrijo en el mar. El firmamento se expande más allá del precipicio, atalaya desde la que observábamos la grandeza de la creación, amalgama de verdes, azules, amarillos, marrones... Arbustos tratando de sobrevivir a la caída, se agarran a la roca con las manos de que les dotó la naturaleza. Los árboles sujetan la riqueza de una tierra que el agua se empeñaba en llevar consigo días atrás a un océano en que no pudiera ser dañada por el hombre. Flores amamantan numerosos insectos, ajenos al horror de aquella serpiente negra con blancas rayas dibujadas a su espalda; líneas continuas que remarcan su peligrosidad; y abriéndose paso entre la vegetación, busca llegar a la cumbre de la montaña, desde la que poder inocular su mortal veneno al sol que nos daba la vida; el mismo sol que salía encendido de un mar de calma día tras día y que el agua de lluvia tampoco lograba extinguir; lucero supremo que se sonrojó al ver nuestros cuerpos desnudos fundidos en uno solo y se afanaba por ocultarse tras las montañas, mientras unos espabilados rayos de luz nos espiaban y mantenían encendido nuestro fuego pasional; sol idéntico al que hoy se va alzando sobre el mar calmado que se avista desde aquí.

Nunca imaginé que fueses a marchar tan lejos, tal vez en busca de un paraíso perdido, si cabe imaginar, de belleza superior a la de este valle poblado de mástiles de fusta, sobre los que se afianzan las velas verdes, a las que el viento imprimía su fuerza tratando de llevar nuestras vidas a la deriva, quizá, hacia un paraje de sueños en el que la existencia resultase más fácil y bella. Ahora aquellos a quienesquiera que dejaste atrás, han quedado sumidos en la más profunda desesperación, para algunos pasajera, para mi infranqueable, que me lleva a emprender la marcha hasta tu encuentro, por la que ruego me perdonen quienes, como mis padres, no sean capaces de entender mi amargura.
Mi boca sigue conservando todavía el sabor del beso amargo de la muerte, que permanece asido a los dientes y que la lengua ansia en vano borrar su huella. El corazón apura sus últimos latidos; se contrae cada vez con menos vida; se comprime en un puño produciendo congoja ante el vacío que el amor dejó en él, estímulo que le causó dependencia, aliento para la vida.
Un aire matinal fresco y lleno de vitalidad, me da fuerzas para que nuevamente me arriesgue a observar la altura de la fosa que recibirá mi cuerpo exánime. Siento como los ojos tratan de soslayar su mirada hacia el abismo pero, vencidos por la curiosidad, bajan la vista a sus cimientos cubiertos de los ramajes que arroparán mi muerte.
El miedo, las dudas, la tristeza y la soledad que llevo a cuestas, me arrebatan las ganas de seguir viviendo y amenazan con privar mi ser del aura de la vida. Los pies tiemblan al aventurarse hacia un paso mortal. El viento golpea mi cuerpo con violencia quizá en un intento desesperado por impedir el avance hacia el vacío. Ante la suerte que le aguarda a mi naturaleza, es inconcebible como se incrementa la actividad cerebral. Parece que esta mente atemorizada quiera retrasar mi decisión. Ahora me abrigan las dudas y el miedo; me cuestiono si realmente habrá algo tras la línea de la muerte, o si existirá un dios misericorde que vela por el bien de sus hijos; tal vez los muertos se estén cebando en nuestros recuerdos en un lugar ilusorio producto de la insatisfacción del mundo en que vivimos.
Intento olvidar todo cuanto ronda por mi atemorizada cabeza, en la que aún creo poder entrever, tras el cristal de aquel vehículo, la cara del hombre que, bajo los efectos del agua de cólera que fluía por sus venas, arremetió contra la ruidosa motocicleta, con la que te brindaron el beso de la muerte.
Llenando mis pulmones del último soplo de vida, mientras con los brazos intento mantener un equilibrio precario, elevo la mirada al frente buscando en el horizonte el valor ineludible para lanzarme a tu encuentro. Una ráfaga de viento sube por los pies del precipicio y, calando en mis huesos, anuncia que tras mi decisión quedará atrás un cuerpo sin el calor de la vida, a la que nunca podré regresar. Un incendio se avista sobre el mar del que sale un sol radiante, que esta vez amenaza con guiarme al infierno.
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sábado, 13 de octubre de 2012

MUERTE BAJO LA LUNA (quinta parte)


Bajo una luna a media asta, en preludio de la tragedia que se nos avecinaba, sembrando de estrellas la oscuridad de una noche joven, fijé mi atención en los escarpados de la montaña a la que nos dirigíamos. Eran como dientes afilados que buscaban desangrar el  cielo que velaba por nosotros y, en su descuido, tras percibir un movimiento brusco de la motocicleta, volví la vista al frente. Dos luces saliendo de aquella curva, cegaron mis ojos. Un vehículo dando bandazos a lo ancho de la carretera nos iba a embestir sin que lo pudiésemos lidiar. El deslizamiento de los neumáticos sobre el asfalto dio paso a un estrepitoso ruido; los destellos se apocaron; las esquirlas de luz del día se reflejaban en la luna, que hacía de espejo e iba imprimiendo el accidente en su superficie, para poder testificar ante el albedrío.
El mundo se puso a dar vueltas golpeando mi cuerpo por todas las partes imaginables; tunda peor que las palizas a las que me sometía mi precursor.
Tu cuerpo paralizado yacía en la calzada a pocos metros del mío, con una mirada blanca e inmóvil fija en la bóveda celeste bajo la que yacíamos. Y con los ojos dilatados a punto de desorbitarse, tal vez le cuestionabas a la luna el porqué de nuestra desgracia. Tras unas convulsiones y unas bocanadas de aire, al igual que un pez fuera del agua, tu cuerpo volvió a la inmovilidad.
De mis ojos se sacrificaron unas lágrimas frías que contrastaban con el sofocón de mi piel, para lentamente emprender su descenso por las mejillas, hasta perderse en la nada, dejando impresas tras de sí las huellas de su paso marchito. El espejo del día me permitió vagamente distinguir, entre sombras, un hombre azorado tambaleándose a nuestro alrededor moviendo bruscamente los brazos en un aspaviento, como queriendo ahuyentar la muerte que ya merodeaba por los arrabales del bosque. A la luz de un encendedor, su aliento contagiado de alcohol recorría mi cara a poca distancia para comprobar el estado en que me hallaba. Antes de languidecer a causa del golpe, alcancé a distinguir la mirada dipsómana de aquellos ojos teñidos del color rojizo que deja el espíritu del whisky en sus diminutos capilares; visión que evocaba el rostro de mi padre.
Bajo un firmamento oscuro poblado por miríadas de estrellas, un grupo de nubes se deslizaba tratando de ocultarle a la luna el horror de lo sucedido. De repente, un mareo punzante y doloroso desvió mi consciencia hacia la nada. El clamor del viento se aquietó; los grillos interrumpieron su melodía; la luna y las estrellas se desvanecieron en la oscuridad, y de un mundo ilusorio en el que todo era blanco, vinieron a mi mente flashes del curso de una vida obstaculizada por la imprudencia; todo ello en una insignificante fracción de tiempo.
Pronto el valle experimentaría más alboroto del que pudieran producir millones de aves congregadas a un concurso de canto. Luces de colores, dando vueltas y trayendo el eco de la muerte, iban a marear la relativa calma que huiría despavorida hacia otro lugar más recóndito de la cañada. Hombres de uniforme se harían con la situación. Se  iban a desplegar gran cantidad de medios para que el entorno borrase de su recuerdo cualquier suceso presenciado y que todo quedara como si nada hubiese ocurrido. Atrás quedaría el valle azorado por el episodio, que poco después reanudaría su actividad como si nada le hubiese afectado.
El personaje que causó la tragedia bajo efectos del espíritu de fuego, iba a ser interrogado; tal vez también recibiría un vapuleo de parte de algún alguacil reprimido.

Llevada en una inconsciencia desconocida, desperté en un lugar que se me antojó el mismísimo cielo. En medio de un coro de ángeles, dentro de aquel mundo de infinita blancura, la cabeza me daba vueltas; mi corazón latía en su interior, como tratando estrujar el cerebro que en ella habitaba. Luces blancas en movimiento ambientaban aquel sitio en el que nada se detenía, y flotando en un universo de dolor sumergido en el silencio, pequeños sonidos empezaron a surgir de aquel remanso de paz, del que comencé a distinguir breves palabras.
Recostada en una cama de nubes, volví la vista a un lado y una imagen aterradora se clavó en mis ojos haciéndome despertar del mundo irreal en que estaba sumida. Un cuerpo que me era conocido, daba saltos sobre una mesa de torturas rodeado de demonios verdes, muy obcecados en su labor recreándose en aquel baño de sangre.
Unos pitidos agudos turbaron mis oídos. Pretendí levantarme, pero mi cuerpo no respondía. Mis orejas no desviaban su atención de aquellos pitidos pausados y distantes unos de otros que, tras uno largo e interminable, dieron paso al silencio más aterrador que hubiese oído nunca.
- Esto se ha acabado, ya no podemos hacer nada.
El olor a sangre reseca impregnaba el ambiente. Gritos de dolor procedentes de otro camastro de torturas, violaron aquel silencio que a punto estuvo de conducirme hacia la locura.
Una luz recorrió mi cara y se detuvo en los ojos que no cesaban de moverse en un intento desesperado por evadirse de la situación.
- ¿Sientes algo?. ¿Me oyes?. ¿Qué ha sucedido?. ¿Y tus padres?.
Detrás de la luz, surgió una mujer de infinita belleza que parecía un ángel, y con su dulce voz intentaba aplacar mis nervios pero, ante la falta de respuesta y mi histerismo, la picadura de un oportuno y extraño insecto me arrebató la tensión de los músculos que se sumieron en una calma en jamás imaginable. El cansancio se apoderó de mi ser; el sosiego se hizo con mi espíritu; el sueño se adentró en mis carnes que se rindieron sin vacilar ante la fatiga y los golpes.
Una vez abandonado el dulce letargo, difuminada por las telarañas que encubrían mis ojos, aquella mujer, cuya mirada fue extraída del azul puro y cristalino del océano, haciendo gala del brillo de sus cabellos dorados, volvió a hacer su aparición. Tras entrar en la habitación, se detuvo al lado de la cama, mostrando una sonrisa perfecta y vestida de blanco, como si nada desagradable hubiese sucedido.
- Buenos días. ¿Cómo te encuentras?
- Bien aunque un poco cansada –respondí, no muy atraída por la pregunta-.
Se presentó muy amablemente, tratando tal vez de hacer una nueva amistad o quizá para espiar en mis pensamientos, que no se apartaban del dolor que habían vivido, al ver como los médicos pugnaban por arrancar de las garras de la muerte un cuerpo ya vencido.
- Vamos a hacerte unas pruebas más para asegurarnos que todo está bien, ¿vale?, tu cálmate.
Mi cabeza seguía extraña a cuanto sucedió, pero poco a poco, empezaba ya a ir tomando buena conciencia del destino que alcanzaste, pocas horas atrás, mientras deambulábamos por aquella travesía que surcaba el valle, bajo una luna con aspecto de guadaña; noche en la que te presentaron a la muerte, aunque aún para mí incierta.
- ¿Qué ha pasado?, ¿Dónde estoy?, ¿Y.. ?.
- Tranquila. No pasa nada. Tus padres no deben tardar en aparecer, y ahora siéntate en esta silla, que nos vamos a dar un paseo.
Tras cruzar el umbral de la puerta, con cierto temor ante lo que pudiese encontrar al otro lado, alcancé a distinguir tres personas y, sin duda, eran ellos. También les escoltaba el párroco, que esta vez estaba pálido como las posaderas de una novicia.
- Por favor, aguarden aquí un rato mientras le hacemos otro reconocimiento. No se preocupen. Enseguida les atenderá el doctor.
De regreso, mi madre se abalanzó sobre mí en un gesto desconocido. Interpretaba bien su papel. Parecía algo afectada por cuanto me había sucedido, (quizá le habrían propinado una tunda antes de abandonar su morada para que desfilase ajustada a las circunstancias). Mi padre estaba inexplicablemente sobrio, áspero como de costumbre y apurando las últimas caladas de un cigarrillo que le empequeñecía los ojos en cada bocanada. El clérigo se contentó al verme y quiso cerciorarse de que me encontraba perfectamente para, poco a poco, ir recobrando el color de los vivos.
-         Es un auténtico milagro que no te haya pasado nada, hija mía- repitió una y otra vez el cura. Después, acogió mi mano entre las suyas para infundirme consuelo por una noticia todavía desconocida a  mis oídos.
De repente su rostro cambió de expresión, mientras sus ojos se esforzaban por contener en su hombría unas lágrimas de pesar. Tras aislarme del resto de los presentes y, tragando una saliva amarga que le debió corroer la garganta, me dio la noticia de tu fallecimiento. Fueron unas palabras que salían con voz pavorosa y de impotencia, para manifestar su duelo; informe que desgarraba mi corazón al tiempo que atendía sus palabras. De pronto, mis ojos se encharcaron de unas lágrimas temblorosas, que se hicieron eternas y dudaban con gran temor a discurrir por unas mejillas empalidecidas ante la noticia.
El día se estaba haciendo interminable. Detrás de las ventanas un cielo oscuro perturbaba mi conciencia. Sentí con fuerte odio como la vida se me extinguía sumida en la crueldad. Creí enloquecer. Me faltaba el aire. Quise morir antes que permanecer en una jaula de rencor confiando en hallar nuevamente algún día un amor puro como el que acababa de perder.
Empecé a encogerme sobre la cama aguardando la muerte. En el ambiente iba disminuyendo la temperatura, tal vez para que fuese menos dolorosa mi agonía.
- Los resultados de las pruebas son satisfactorios, aunque presenta ciertas contusiones de poca gravedad a consecuencia de los golpes, pero que en pocos días se repondrá totalmente. Creemos que sería oportuno que volviese a casa después del trauma sufrido- dijo la doctora que nuevamente hizo aparición de entre la penumbra que impregnaba la habitación.
El párroco me apretaba la mano queriendo desesperadamente escurrir mi amargura y hacerla suya. Mis padres salieron de la estancia para conversar con los facultativos.
Tras un cristal que la luz se esforzaba inútilmente en atravesar, unos rostros deformados se movían de un lado a otro de la saleta; probablemente les estaban informando de mi estado de ánimo, las afecciones tras el accidente... y les darían ciertos consejos de actuación ante mi posible conducta, a los que con seguridad harían caso omiso.
- Regresamos a casa- dijo mi madre ocultándose tras una sonrisa postiza y de ficción, más bien propia de un moro estafando a un cristiano.
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viernes, 5 de octubre de 2012

MUERTE BAJO LA LUNA (cuarta parte)


Ayer, emergiendo de una bruma matinal espesa, húmeda y silenciosa, producto de la lluvia, el eco de las campanas tocando a muerte en la soledad, congregaba a los feligreses, aburridos y morbosos, al murmullo que conlleva la agonía ajena de esta inusual defunción en una villa ahogada en la monotonía. Amigos, profesores y conocidos tampoco faltaron a su cita en el acto de despedida.
Una cúpula lúgubre alimentaba la resonancia de la gente acomodándose en las tablas de madera que guarecía. Pinturas evocando la vida eterna, amarillentas por el tiempo y la humedad, adornaban toda su extensión, y bajo ella, presidiendo el altar que albergaba una cruz románica, un siervo del señor cantó tu despedida anunciando una vida mejor vencida ya la muerte.
Yacías en un lecho de madera, fríamente tapizado y envuelto en lágrimas de sufrimiento, que iba a arropar tu cuerpo exánime hasta que los gusanos rehusasen los restos que acabarían por convertirse en cenizas.
El dolor brotaba en la mirada de aquella mujer que te trajo al mundo, y ahora, se mecía en su propia locura. De sus ojos enrojecidos, como inmersos en un baño de sangre, brotaban unas lágrimas amargas que ayudaron a corroer mi susceptibilidad y hastiar mi desconsuelo. Con gran impotencia me atreví a rehuir de su compañía y observar desde la distancia todo cuanto ocurría en el templo. Refugiada tras una columna que turbaba mi presencia a los congregados quedé sumida en una pesadilla irreal.
Vi por primera vez los efectos que la muerte produjo en tu rostro, que esta vez carecía del calor de tu sonrisa, del rubor de tu piel, o el brillo de tu pelo. Ibas maquillado para ser el acompañante demacrado de la muerte en una noche eterna; vestido para la ocasión con tus ropas preferidas, entre ellas  la camisa que yo te regalé; prenda que apenas solías vestir por temor a que se deteriorase y que siempre tratabas con delicadeza; ropaje del que se aprovechó la desgracia para descomponerlo en la nada, junto a tus vestigios.
Unas lágrimas mías se sumaron a las de tu madre, y descansando sobre tu cuerpo sin vida, despidieron el féretro camino del cementerio. Nunca antes vi una cara reflejando tanto sufrimiento como la de aquella mujer, siempre tan alegre ante la vida, a pesar de haber perdido a su marido en la infinitud del océano; esta vez quedaba ya sola frente al mundo, arrancado de su lado el hijo por el que siempre se desvivió, su única compañía.

Una lluvia gélida y punzante, entenebrecía el paso en dirección a la no muy acogedora necrópolis de la villa, en la que una verja negra, forjada antaño por gentes hoy momificadas en el recuerdo de quienes ahora protege, contrastaba con el blanco de las paredes para  enmascarar una oscuridad ignota, consumida ya la existencia. Recibía nuestras vidas con emoción poco afectada por cuanto les sucedió a aquellos que extraían el dolor de nuestras entrañas.
Bajo un sauce del que su ramiza iba descendiendo hasta la tierra, quizá en un gesto de consuelo hacia los difuntos, intenté guarecerme del aguaviento que sollozaba por tu pérdida, mientras la vegetación se cebaba en una tierra enriquecida por los numerosos restos mortales que la abonaban.
Mármoles fríos, flores mustias y soledad, saturaban la morada de los difuntos; hogar custodiado por ángeles justicieros, vírgenes y crucificados infelices ante el sufrimiento.
Un nicho oscuro de ladrillos rojizos, que las arañas osaron a tapizar sin respeto alguno hacia el nuevo inquilino, acogió sin vacilar el féretro que te abriría paso hacia la vida eterna. A su boca abandonaron unas flores sacrificadas para que su fragancia alimentase tu alma antes de emprender el viaje por el sendero del más allá.
Al poco tiempo, los murmullos que traía consigo la gente, desaparecieron con ella. Destacando sobre todas las tumbas del cementerio, una frase escrita decía:                                                                     
               “Ayer yo fui lo que tú eres hoy,
                mañana tu serás lo que yo soy”
Hizo que una electricidad álgida recorriese mis vértebras. El llanto de mis ojos se sumó al de la lluvia, y mirando por última vez aquellos dos cipreses sobresalientes de entre los difuntos, que unieron sus copas buscando desahogarse mutuamente, emprendí la vuelta a casa, en la que me aguardaban unos padres nada comprensivos con cuanto sentía.

El  tiempo dedicado para la hora de la comida, momento en el que todos nos solíamos reunir en la mesa para ingurgitar los mejunjes que preparaba mi madre y que en absoluto desperdiciaba mi progenitor, resultó más monótono que de costumbre. Fue una estancia larga, áspera y sin dialogo, y yo, cabizbaja y sumida en la nada, jugueteaba con la cuchara a punto de sumergir mi testa en aquel brebaje de brujas, en el que ni mis alborotados cabellos osaron a remojarse.
Unicamente el rumor de la lluvia animaba la situación. Pero poco tardó en sonar el teléfono para transmitir las noticias de pesar que acabasen de hundir mi corazón. Otros, menos compasivos, buscaban cotillear acerca de cuanto sucedió y brindarse a ayudarme en aquello que pudiese necesitar, intentos vanos de consolación que sólo consiguieron recordar el infortunio y ungir así mi agonía.

La tormenta insistente, que busca borrar las huellas de tu paso por la tierra, me recluye en un hogar que es sala de torturas. Amigos me visitan en esta prisión mostrando sus condolencias, y con ello, hacen que me sienta más miserable.
Protegida tras las portillas acristaladas de mi habitación, alcanzo a ver en el jardín vecino una vasta extensión de rosas, producto del renacimiento de la vida floral, pero con un esplendor ya marchito, a las que la lluvia ataca con violencia mostrando la furia contenida de una primavera alborotada; lluvia densa como gotas de cristal líquido que encubre el mundo más allá de la ventana y le resta importancia desvaneciéndolo tras su manto repentino; lluvia fruto de un apogeo alterado que muestra toda su riqueza en una gran diversidad de climas.

Sepultadas tras una lápida de desgracias quedan ahora las sonrisas de una mujer desolada, de la que tiempo atrás se desprendía amor y dulzura, mientras recordaba con nostalgia la ausencia del marido perdido entre la furia de las aguas del mar. Mirando el retrato de su esposo, brillaban en sus ojos los buenos recuerdos que de él tenía al tiempo que narraba alguna de sus hazañas en el mar; la misma que le apartó de su lado.

Una habitación intacta, lúgubre y sin vida, que ahora parece una cripta, encierra tus gustos, evoca tu personalidad y registra una vida desde su infancia. A su puerta permanece atento esperando tu regreso el cachorrillo ya un poco crecido con el que te obsequiaron por tu cumpleaños.

Noches de desvelo y sollozos postergan tu marcha, a la que se suma una lluvia incesante, como lágrimas caídas del cielo que despiden tu partida hacia un mundo nuevo y desconocido, de belleza si cabe superior a la de aquel valle que nos absorbió en su encanto.
Revolviéndome entre las sábanas de mi insomnio, consigo distinguir tras el ventanuco una noche oscura y entre tinieblas que se ha adueñado del mundo, mientras el agua que rezuma por los tejados, quiebra su silencio, como queriendo evitar mi descanso; lluvia que inunda las techumbres con diminutos espejos que parecen diamantes dispuestos para alimentar la avaricia de mis ojos e impedirles conciliar el sueño.
Ahora, en tan solo tres días, más años pesan sobre mi espalda; una oscura concavidad se ha adueñado de mis insomnes ojos; mis delicados cabellos se amotinan a ser alineados por un peine; la piel se me estremece ante la soledad al igual que lo haría frente a un baño de gélidas aguas. 
Un rostro de muerte huidizo, como un espectro fruto de las alucinaciones del desespero, cruza la habitación hasta detenerse al pie de la ventana, y lanzando una fría mirada antes de desaparecer, me  recuerda la tragedia sucedida; le sigue un silencio sepulcral violado por unos gemidos en la habitación contigua, producto de un orgasmo fingido entre dos personas aborrecidas por la rutina.
La cama, quejumbrosa ante el exagerado movimiento, chirría en un intento de mostrar su desaprobación, mientras las nalgas flácidas, blanquecinas y frías de mi madre, chocan con violencia rebotando una y otra vez contra el pubis de su amante, quien invocando la palabra "mierda", da por concluido el fallido esfuerzo por lograr una eyaculación retardada. Luego, todo vuelve al silencio de la noche en la que tan sólo se abren paso el rumor de la lluvia y un viejo reloj que parece recrearse retrasando las horas.

El cielo parece estar cansado de llorar. Ha cesado la lluvia, y entre pequeños claros intenta abrirse paso una luna llena que acude a consolar mi llanto; luna de redondez perfecta, con un brillo y luminosidad que permiten la lectura de mis recuerdos; la misma que cautivó nuestros corazones cuando la contemplamos a los pies del valle, poco después de que recortase nuestras figuras fusionadas en un abrazo.
En este momento, observando temblorosa desde la ventana de mi habitación esta luna que refleja la luz del día en la otra cara del mundo, tan sólo me cabe recordar aquella noche, ya abordada, que iniciaría un fin de semana del que nunca alcancé a imaginar tan  amargo final.
La luna raída, tras unas solitarias nubes que tal vez quisieran ocultarle el horror de cuanto iba a suceder, me invitaba a observarla desde lo alto de la cumbre de la serranía, en la que daba fin aquel valle esplendoroso cubierto de una espesura salvaje y virgen salpicada de pequeñas aglomeraciones de casas.
Siguen resonando en mi ahuecada cabeza las últimas palabras, que escapadas de tus labios, manifestaron disconformidad a acompañarme hasta los cerros; aunque no de muy buena gana, vencido por los deseos de complacerme, aceptaste las súplicas de mi propuesta. Son palabras que me hacen sentir culpable después de cuanto ocurrió.
En este instante, únicamente puedo vislumbrar la luna llena que me hechizó en aquel valle. No logro conciliar al sueño.
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