sábado, 29 de septiembre de 2012

MUERTE BAJO LA LUNA (tercera parte)


Admiro la grandiosidad con que vuelven a surgir todos aquellos recuerdos que creí haber olvidado, pero que han permanecido latentes en mi conciencia esperando este momento para despertar y hacer más dulce mi agonía. En estos tres últimos días de desvelo y desolación, mi mente no ha interrumpido su ocupación de reconstruir nuestros momentos de felicidad.

Un curso nos distanciaba, apenas año y medio marcaron nuestra llegada a un mundo nuevo lejos del calor materno, vientre que nos protegía de un exterior hostil para nuestra aún corta vida.
No pocas veces reparé en ti al verte rondar por los pasillos de aquel centro educativo que nos presentó sin darnos los nombres, cosa que debíamos hacer por nuestra cuenta.
Al igual que muchas otras doncellas, suspiraba por conocerte, pero la extraordinaria belleza física con que te dotó la naturaleza, y saber que por ti suspiraban más vírgenes de las que nunca mi mente pudo imaginar, hacía que te sintiera meta inalcanzable para mí. A pesar de tener un carácter infinitamente extrovertido -fruto de una vida en la calle, lejos de unos padres que nunca aceptaron mi llegada- no daba con el momento para aventurarme en la tarea de presentarnos.  
Un día entero me pareció el tiempo que estuve observando los movimientos que trazabas en aquel partido de baloncesto, deporte que resultaba, junto con el arte de seducir, tu mayor destreza. Fue al finalizar victoriosamente una lucha por un esférico, entre dos canastas limitadas por el espacio y el tiempo, cuando noté un rubor de chiquilla que nunca antes había sentido, al observar como dos adictivos ojos, acompañados de una majestuosa sonrisa, me miraban, recorrían todo un cuerpo que en aquel instante se me antojó pequeño para detenerse en mi rostro. Intenté no sonreír para ocultar el amasijo de hierros que llenaban mi boca, cosa que resultó imposible, pero que al parecer careció de importancia.
Un grupo de brazos enramados hacia el sol de tu victoria, te despegaron del suelo para  llevarte en volandas a un vestuario que se interpuso entre nosotros, acotando aquel primer cruce de miradas.
Tal vez saturada de breves exámenes visuales, saludos y sonrisas, me acerqué a ti el día en que, sentado sobre un banco durante el descanso de la clase, te vi mientras les indicabas a tus compañeros de juego como debían responder con el balón, ya que una lesión en la rodilla te impedía jugar. Tanteando el horizonte me atreví a preguntar:
- ¿Qué te ha pasado en la rodilla?
- Me resbale con la moto- dijiste mostrando una amplia sonrisa de asombro y dirigiendo una ojeada que ascendió lentamente desde los pies hasta recrearse en mis ojos, verdes como esmeraldas, perplejos ante tanta perfección. Me pediste que te acompañase y partiendo de aquel breve intercambio de palabras, acompañadas de un casto beso en la mejilla, nos presentamos. Una sirena semejante a las empleadas en la guerra ante un inminente ataque aéreo, marcaba el fin de aquel inolvidable momento de esparcimiento de nuestras mentes. Requería nuestro regreso a unas aulas en las que nos aguardaban unos diestros desprovistos de espada y capote, sedientos de juventud, que nos anunciaban una vida cruel y dura mas allá de las fronteras del instituto.

Hago memoria de tus rasgos, a los que creo poder acariciar cuando son sólo imágenes fugaces que rondan por mi dolorida cabeza debido al llanto de mis ojos, de los que se desprenden pequeños diamantes que avanzan derritiéndose por mis mejillas ante el calor que mantiene el lento palpitar de este corazón cansado. Tu cara de niño, de piel amelocotonada, de la que suavemente sobresalía una graciosa nariz sobre esa curiosa abertura tuya, poblada de perfectas tallas de marfil; el pelo, que onduladamente se apartaba de tu frente, para dirigir su mirada hacia atrás; las orejas, colocadas con minuciosidad, aquellas que percibieron mis dientes, libres ya del corsé de acero que los atormentó desde la juventud o la viscosidad de una lengua, en nada comparable con aquella que llegó a deslizarse por mi secreto de mujer; las esferas de cristal que eran tus ojos, oscuros como la noche, con la profundidad del océano, capaces de atrapar con sus grandes párpados cualquier mirada inocente, mirada capaz de sonrojarme desde que anclaste tu vista en mis facciones; o el sabor ligeramente salado de tu cuerpo. Gratos ensueños quebrados por la fugaz imagen de un rostro demacrado por la muerte, o un atisbo de castigo que empequeñece mi ser, acompañado por una tunda que debilita mi cuerpo, al igual que lo hiciere un excesivo esfuerzo físico.

Sigo recordando aún la vez que nos conocimos, presentados por aquella profunda y dulce mirada tuya, siempre precedida de una majestuosa sonrisa. Tras un primer, suave y casto beso en la mejilla, que me ruborizó como nunca, mis ojos se pusieron a la deriva –aunque traté de evitar que la coloración de mi cara alcanzase un grado mayor, comparable al tono de un tomate maduro-.
Fue el primer bocado de ternura que me permitieron probar desde mi corta existencia, llenando el vacío de la soledad en la calle; sabrosa dentellada que no llegué a degustar, al ser arrancada de mi boca por un progenitor que acudía en mi búsqueda, sometido al efecto del alcohol que sustituía la sangre de sus venas, y se rebelaba a que yo pudiese sentir el amor que le apartase de su lado.
Empecé a ver la dulzura reflejándose en unos ojos delicados cada vez que intercambiábamos un saludo o unas palabras; la ternura heredada de tus padres y que tanto anhelabas compartir.
Numerosas veces traté de librarme de la telaraña pasional en que habitabas, pues no supe vivir junto a tanto afecto ni comprensión, acostumbrada a los malos tratos, odio y desamor. Me sentí acosada por un amor puro que nunca antes había experimentado, aunque una y otra vez regresaba a tu lado suplicando clemencia por una actitud que nunca me reprochaste. Procuré no quemarme con tanto frenesí, saboreando pequeñas bocanadas de ternura; algo que me era desconocido desde que abrieron las puertas de mi vida, y que fue causándome adicción.
Me sentía joven, viva, como una abeja de flor en flor tratando de hallar el mejor néctar que nutriese mis entrañas. Hoy más que nunca quiero permanecer a tu lado para toda la eternidad. Espero nazca el nuevo día; reunir el valor necesario para emprender tu búsqueda; vaciarme de un mundo que no llena mi existencia.

Una sonrisa atenuada por las lágrimas que se exprimen de mis ojos, escapa furtiva a estos labios al evocar aquella vez en que, luciendo un rostro enrojecido como el de un diablillo, me preguntaste si podías darme un beso. Tras cerrar los ojos en un mundo de fantasías de adolescente, aguardando sentir el calor de tus labios posándose sobre los míos, el tiempo se detuvo. Parecía que lo estuvieses meditando; tal vez querías cerciorarte o te asaltaron las dudas de cómo hacerlo. De pronto percibí un delicado y rápido contacto en la frente, beso que yo ansiaba sentir asentarse sobre mis labios.
Armada de valor, y venciendo mis rubores, tuve que ser yo quien se hiciese cargo de unir nuestros labios húmedos y frescos como pétalos tras el rocío, para quedar en nuestras miradas una sonrisa picaresca e infantil, al haber hecho algo que ambos deseábamos, pero que todavía no habíamos sido capaces de iniciar.

Detrás de aquel viejo portón de madera, al que mis manos atizaron con desespero la primera vez que me presentaba a una cita en tu casa, apareció una mujer de diminutos ojos negros, de los que se irradiaba todo su cariño en una ojeada expresiva de dulzura y sencillez.
Con una amable sonrisa, como intuyendo que era una amiga bastante especial para su hijo, me brindó su techo para cuantas veces quisiese, y mostrándome la humildad de su hogar, fui conducida a la habitación que albergaría la esencia de tu descanso.
Un aroma fresco y agradable a colonia infantil, emergía de unas prendas cuidadosamente dejadas con mimo sobre la cama, que se contagiaba en el ambiente de la habitación.
- ¿Puedes esperarle aquí hasta que salga de la ducha?. No creo que tarde mucho. Perdona, pero yo tengo que salir a trabajar. ¡Ah!, y encantada de conocerte. Espero que os divirtáis. Hasta luego –dijo sonriendo de forma cómplice-.
Tras una puerta entreabierta, el fragor del agua atraía mi curiosidad, y asomándome en silencio por su resquicio, permanecí espiándote -al igual que hace el guepardo con sigilo, mientras acecha a una apetitosa gacela, ajena al peligro que le aguarda-. Observé embobada como una cortina de lluvia y vaho te envolvía, ocultando tu figura desnuda, que intenté dibujar con mis dedos para memorizar tus rasgos; cosquilleo que me pareció percibías a través del cristal del maniluvio. De pronto la mampara se abrió,... Sobresaltada, volví rápidamente atrás y me senté sobre la cama, como distraída leyendo una revista.
Levemente asomaban los dientes de una sonrisa, al tiempo que unos ojos calaron mí en una mirada que se cruzó con la mía, y me transmitió todo su cariño sin decir cosa alguna, y como notas musicales, salieron unas palabras eco de una voz celestial que me dieron la bienvenida. Envuelto en una toalla que absorbía la humedad de tu cuerpo, recogiste las ropas que disimularían la fortaleza de tus músculos.

Un mar de lágrimas despierta en mis ojos, de los que bravamente se desprende el exceso de agua que mis párpados no pueden remansar, al hacer memoria del día en que accedí a guardarte fidelidad. En un jardín del edén, bajo los árboles que cobijaban nuestra estima, y junto a una alfaguara de la que manaba el agua que nos daba la vida, nos prometimos al amor.
Obsequiada con una alianza, entre besos y dulces palabras, nos sumergimos bajo el agua. Las ropas adheridas a nuestros cuerpos, disimulaban dos figuras complementarias unidas por unos labios húmedos y suaves que intercambiaron sus fluidos. Suspendida entre la fortaleza de tus brazos, flotando en un mundo de sueños, fui llevada junto al verde que cubría la inmensidad del parque.
Miré el cielo que las hojas de los árboles se esforzaban por enmascarar, y absortos en una nube de frenesí, contemplamos un sol que aquella vez brillaba diferente. Una suave brisa hizo que las hojas cobrasen una vida especial y aplaudieran nuestro romance.
Despojados de las prendas empapadas que cubrían nuestros cuerpos, y tal vez bajo los efectos de un exótico cóctel afrodisíaco, sobre un lecho vegetal a la luz tenue de un atardecer rojizo, ensayamos el amor en su grado máximo. Experimenté una humedad cálida brotando en mis entrañas; los pezones endureciéndose ante el contacto de las manos que maceraban mis senos; unas delicadas caricias, casi imperceptibles por una piel estremecida, de la que el vello se erizaba tratando de alcanzar las delicadas manos que la recorrían; unos cariñosos susurros escapando entre tus dientes; la viscosidad de una lengua recorriendo mi secreto de mujer; unos dientes mordisqueando dulcemente estas orejas; el fuego de un falo erguido adentrándose en mi grandor, acompañado de un extraño cosquilleo; tus manos dilatadas sujetando con firmeza el vaivén de mis prietas nalgas; el corazón acelerado pidiendo el auxilio de una respiración apresurada. Nuestros dos cuerpos sudorosos y derretidos en un abrazo, se enredaron en una nube de pasión.

Florecen en mi los celos por no acompañarte tras abandonar la pista de asfalto, en la que agarrada a tu grandor, vi pasar una vida entera; nuestros pequeños encuentros inundados por la sencillez, la ternura de dos niños frente a algo totalmente nuevo para ellos como es el amor, quedando atrás por la velocidad con que nos dirigíamos hacia un futuro mejor, en el que nadie se interpusiese entre nosotros. ¡Cuánto me gustaría fundirme junto a ti en la fragua de nuestras viejas pasiones!.

Mi tristeza únicamente puede ser abrigada por el recuerdo de aquellos momentos en los que permanecimos juntos. Más que nunca, anhelo reunirme contigo, pues estas memorias consumiéndose en mi subconsciente, me fuerzan hacia la desesperación; todo sea por un amor verdadero del que en su día quedé presa y sin el que ya no concibo la vida; reforzado ahora por la distancia que nos separa. Por ello busco descansar junto a ti en un sueño eterno.

La muerte se acerca sigilosa; la aguardo con impaciencia y en silencio. Espero reunir el valor suficiente para librar con ella una escaramuza de la que, con seguridad, puedo afirmar que no voy a surgir con vida.

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