domingo, 16 de septiembre de 2012

Muerte bajo la Luna (primera parte)


Dos lágrimas frías como el hielo se deslizaban por mis mejillas, al tiempo que aquel hombre, con sus negras esferas de cristal inyectadas en alcohol, daba tumbos a nuestro alrededor tratando de zafarse de la situación; y mis ojos, petrificados ante el suceso, observaban impasibles como expiraba de tu cuerpo su último halo de vida. Poco después la noche se tornó blanca, los grillos enmudecieron sobrecogidos y todo quedó en el vacío.
Multitud de imágenes vinieron a mi mente en apenas un segundo. Toda una vida entera pasó por el subconsciente recordando los hechos que marcaron mi existencia. Evocaciones que debilitándose en la memoria, amenazan con desterrar mi cordura, derivarme hacia la enajenación mental que me lleve a perpetrar la aberración que voy a emprender.

Manchas de sangre enfriándose sobre las sábanas enmarañadas de la habitación que abandono con sigilo, vuelven a poner de manifiesto una vez más mi condición de mujer y, siendo sustento para la fertilidad, esta vez invitan a la muerte. Contengo la respiración, y antes de rebasar su frontera, despido con tristeza todos los libros y recuerdos que encierra.
Los resuellos tras la puerta entreabierta de la alcoba de mis padres, hacen extremar las precauciones para no divulgar mi huida.
Calles desoladas ante el silencio de la noche, acogen mis pasos rezagados en las entrañas de un pueblo que vela por el descanso de sus habitantes. Pequeñas aureolas de luz, esparcidas en medio de la tiniebla, se esfuerzan por devolver, sin éxito, la vida que el día se llevó de las callejuelas del villorrio, que una vez más se ha cebado en el dolor que causa la muerte de uno de sus escasos habitantes. Una bruma envuelve todo cuanto encuentra a su paso, y junto con las luces difuminadas por la penumbra, confiere un aspecto misterioso, que en absoluto incita al vagabundeo. El paso de la lluvia ha impreso sus huellas en el entorno, dejando tras de sí una humedad sólida que se adentra en lo más profundo de mis pulmones, mientras una leve brisa arrastra la neblina y trae consigo un frío casi polar que hace que ni los gatos osen a aventurarse en la noche.
Mi corazón late cada vez más deprisa. En esta ocasión, el miedo fluye por mis venas, avivado por la soledad que me acompaña. Los sentidos permanecen atentos a todo cuanto acontece a mi alrededor, alertando esta mente asustada por el silencio que le rodea. Según voy avanzando, siento como una corriente fría recorre mis entrañas. El cuerpo se ralentiza. Mis músculos amarrados se rebelan a mover este organismo hacia el destino que le aguarda.
Una sombra errante, siguiendo mis pasos, se convierte en escolta de la muerte, y junto con el aullido de un perro, que tal vez presagie la proximidad de un desenlace fatal, encrespan todo el vello de mi cuerpo, al igual que un puercoespín a la defensa ante un voraz depredador. El eco de los pasos propagándose por el estrecho callejón, amenaza con confesar mi marcha hacia un lugar obscuro, para dejar testimonio de esta huida en algún sujeto despabilado. Finalmente, al extremo de la calleja, hace su aparición el sendero que me alejará del desvelo de cualquier espía.
Atrás quedan las candilejas de la adormecida villa pesquera, en la que nadie más ha abrigado mi tristeza. Dos campanadas solitarias, desafiando el mutismo, bosquejan la línea entre la vida y la muerte.
Perfilando el escarpado que delimita el mar de la tierra, vuelvo la vista hacia el abandono que se eterniza a mis espaldas. Pequeñas embarcaciones faenando tras días de holganza, a causa de las inclemencias atmosféricas, manchan el mar del destello de sus luces, temblorosas ante el débil oleaje; y en la lejanía, el viejo faro del islote infunde confianza a los pescadores, que se emplean a fondo en su actividad.
El murmullo de las olas rompiendo contra el arrecife, contrasta con el rumor de un pequeño riachuelo, que asenderea su trayecto puliendo la roca, para concluir su labor sumándose al sinfín de las aguas saladas. Al son que marca la corriente, emprendo esta vez una ida sin vuelta.
Abriéndome paso entre los arbustos del alcorce que conduce a nuestro lugar predilecto -aquel en que, sentada sobre tus rodillas, admirábamos la belleza del valle propendido a nuestros pies, ante la opulencia de nuestra relación-, alcanzo a ver la luna exhibiendo su gloria entre unas nubes rezagadas en su vagar por el cielo que las alberga. El viento produce un oleaje acompasado en las ramas de los árboles, que espesan el camino y parecen cientos de manos unidas en una despedida. Ante mi paso se cruza la travesía negra y endiablada en la que alguien ha depositado un ramo de flores, tal vez buscando calmar la sed de los muertos.
Ya bien adentrada en la espesura, la melancolía y la soledad que pesan sobre mi ser, desalentan las ganas de seguir viviendo y transforman esta senda que recorríamos con algazara rumbo a la cumbre, en un camino largo, pesado y tortuoso, que nunca parece tener fin. El grito de un extraño animal vadeando la oscuridad en medio de la quietud de la noche, me sobresalta y hace que apure la marcha hacia mi ocaso. La linterna, fatigada por el viaje, empieza a temblequear.
Alzando una mirada de despedida al cielo que me cobija, veo ya la luna despierta, luna ictérica, impasible, inmóvil, observando,... luna rodeada por miríadas de estrellas que fijan su atención en mi desgracia y esperan me una a su luminosidad, en la que me acogerán como nadie, salvo tú, hizo jamás en mi exigua vida. El frío me corta la cara, amenaza con desgarrar mis pulmones, a los que accede a través de esta nariz que sigue destilando flema, por el llanto de las últimas horas de tortura. Por ello, anhelo alcanzar plena libertad para mi afligido espíritu, desasirle de todo cuanto le ata a una humanidad que jamás le quiso recibir con gratitud.
No creo nadie advierta esta ausencia, o quién sabe si aquel párroco, que me llegó a querer como una hija, sea el único que realmente pueda sentir mi pérdida; al igual que hice yo con la tuya. Con toda seguridad, encontrará consuelo en la fe que quiso mostrarme, creencias que nunca entendí.
Poco me ata ya a este fatídico mundo. No creo oponga mucha resistencia a dar ese pequeño paso que me encamine hacia un lugar nuevo, y así, olvidar todo lo sucedido; encontrarme contigo esperando acudas a mi llegada con los brazos extendidos y me acojas en ellos como tantas veces hiciste; despegándome del suelo para hacerme flotar sobre tu algodonado pecho, fortaleza de un corazón sensible que me cedió la llave que abría su cancela.

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