sábado, 25 de agosto de 2012

A LA LUZ DEL CRIMEN (segunda parte)

Aseguré todas las puertas y ventanas con algún mueble. Cogí un cuchillo de cocina y una botella de ácido, mis únicas armas y me recluí en una habitación superior.

Siguió una noche inagotable, truncada por las pesadillas que turbaban el descanso. Mis ojos volvían a escrutar entre la oscuridad algún movimiento, una sombra, un sonido. Un instante hubo en el que me levanté para encender todas las luces de la casa y buscar un posible asesino oculto al acecho, esperando el momento más terrorífico para librarse de su delator. Miré obsesivamente en los lugares más inverosímiles de la casa. No podía andar lejos. No iba a tardar en aparecer. Estuve permaneciendo alerta, sin adentrarme en el peligroso sueño. Aquella pesadilla sucedería noche tras noche.

Lentamente se dejaron pasar dos días en los que devolverle un poco la extinguida paz a mi ser, cuando el teléfono, estalló en una llamada alarmante y turbadora que succionaría la paz hacia el otro lado de la línea telefónica, escupiendo el terror que resultaba de su digestión. De una voz cavernosa, haciendo uso del eco dentro de la trama de las telecomunicaciones, mientras sentía su aliento susurrando al oído, presa del terror, pude descifrar un tono afónico y amenazante:

-Se quién eres y donde vives. Tenemos un asunto pendiente. ¿Recuerdas?. No hay más salida que tu entrada en el cementerio.

El pitido final que dio por concluida nuestra conversación, halló morada en mis oídos, regocijándose una y otra vez en su interior hasta hacerme descender, pausadamente, de la nueva escalada del pánico hacia la cumbre en que reinan las almas errantes con una vida truncada a sus espaldas. De regreso de aquel limbo temporal, con toda la rapidez que me fue posible, marqué el número de la comisaría, pero el aparato había enmudecido, no se oía tono alguno. El miedo comenzó a extender sus devastadoras metástasis por todo mi ser.

Dispuse el coche para arrancar sin las llaves, que obraban en poder del asesino, ponteando el contacto, tal como aprendí en la universidad y me encaminé a con prontitud hacia la jefatura. Un nuevo agente del orden, un tanto arrugado tras años de servicio, según dijo conocedor de los hechos, sugirió ir al lugar del anterior suceso y mostrar el curso de la inspección.

Cual fue mi desconcierto al poder contemplar una casa completamente vacía, sembrada de polvo, signo de una desocupación distante en el tiempo.

- No es posible, hace dos noches estuve aquí con mi compañera y su madre, las dos víctimas.

- Debe haber un error, señorita. Esta casa fue vendida hace seis meses a una inmobiliaria. Sus antiguos propietarios, que coinciden con sus descripciones, como bien ha dicho, una joven divorciada y su madre, decidieron rehacer su vida lejos de aquí. Antes de partir del estado,  traspasaron todas sus posesiones, según he podido confirmar. La casa no ha sido alquilada, como puede ver, ni mucho menos ocupada desde hace algún tiempo.

- No es posible. No es posible. ¿Han intentado hablar con su marido?.

- Sí. Pero lamentablemente murió hace dos meses en un accidente de tráfico.

No cabía dentro de mi asombro, todo resultaba tan distinto y extraño. No recordé ninguna mención del accidente en labios de mi amiga. Su anterior consorte, un aprovechado, consiguió una buena cantidad del divorcio. Según creo recordar, abrió un negocio de sistemas informáticos. De haber fallecido, me habría enterado. Tampoco mi amiga pensaba marcharse de la ciudad. Yo la conocía muy bien. A su cargo quedó el bufete de abogados de su padre, junto con otro buen legado que le permitió vivir bien acomodada en la barriada céntrica de la metrópoli.

Ya de regreso a mi casa, intrigada por la creciente situación, un hombre estaba forzando la cerradura sin inmutarse frente mi presencia.

- Buenos días, señorita. Como me pidió, he cambiado todas las cerraduras de la casa. Aquí tiene sus nuevas llaves y procure no perderlas.

- Perdone, no recuerdo haberle llamado a usted.

- ¡Ah!, lo siento, mi compañero se ha casado y está de viaje. No se preocupe, todo esta bien y ya le pasaré la factura.

- Bueno, gracias. Disculpe mi desconfianza pero es que...

- Tranquila, no se preocupe, como no había nadie... Ya me marcho. ¡Tengo otros trabajos que hacer, señorita!.

- ¡Señora! -mentí mientras se alejaba-.

Refugiada tras una reciente cerradura, me asaltaron nuevas dudas al ver un cajón abierto en la cómoda de la habitación. Se acrecentaba la desconfianza en el marco de la gente que había conocido en los últimos días. Todo el mundo era sospechoso. Estaban tanteando mis puntos débiles. Nerviosamente, volví a registrar una casa habitada por el miedo. La vivienda estaba en aparente orden y fui a prepararme algo para reponer fuerzas, cuando de repente, rebosé en náuseas frente al frigorífico, que exhibía fríamente un dedo emancipado de la mano de su propietario. Acto seguido, la cerradura dificultó mi huida, quizá los nervios me traicionaron, pero conseguí vencer al cerrojo y volví a una comisaria, en la que parecían hartarse de mi presencia. Tras detallar el macabro hallazgo, amablemente acompañado de otro ayudante menos achacoso, ambos me condujeron hacia la salida.

- Cálmese señorita. He enviado unos agentes a su casa, mientras tanto, este compañero cuidará de usted en un piso para protección de testigos. Allí estará a salvo. No se preocupe.

Escoltada por otro desconocido, que se sumó a mi lista de sospechas, llegamos a un lúgubre y poco acogedor edificio en el extremo opuesto de la ciudad, cuyo apartamento asignado para mi protección, era todavía más frío que su fachada. El agente, acostumbrado a situaciones semejantes, se acomodó en el único sillón que existía dejando a la vista su arma enfundada, quizá para infundirme una remota sensación de seguridad, o quién sabe si aquel artefacto le hacía sentirse más hombre, lo cierto es que le sirvió de poco. Yo, en cambio, me acomodé en el camastro de una habitación contigua, que rebosaba de mugre, para  serenar mi espíritu.

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