lunes, 4 de junio de 2012

PROBLEMAS, PELOS Y ALEGRÍAS (segunda parte)

Para colmo, nunca le gustó el baloncesto, así que su talla nunca pudo ser motivo de esa admiración que a veces pueda sentirse por los deportistas de la élite de este deporte, aunque por supuesto, causaba gran asombro a primera vista. Pero este asombro, podía convertirse en recelo, si sumamos, además, que el pelo brotaba por todas las partes de su voluminoso cuerpo. Solía causar cierta impresión de repulsa por quines se consideran siempre perfectos o mejores que los demás. Lo cierto es que él era una persona para la gente de “a pie” y no para esos que caminan entre algodones, porque en el fondo, no podía dejar de mostrar esa repulsa hacia quienes amasan riqueza y miran a los demás por encima del hombro. Por supuesto, disponía de las herramientas para ocultar ese sentimiento, pero sus palabras siempre acababan por saltarse las barreras y soltar algún comentario, de esos que son ciertos, pero que nunca quieren ser oídos porque ponen entredicho la perfección del mundo en el que se afirma vivir.

Dejando de lado esas disquisiciones de las que quizá pensemos que únicamente sirven para llenar páginas, aunque lo cierto es que traen puntos de reflexión, opiniones sobre las que estar más o menos de acuerdo, o simples herramientas literarias que prueban nuestra valía como lectores interesados en una determinada narración, diremos ahora de él que estaba entrando ya en esa edad donde uno empieza a plantearse con seriedad el hecho de formar una familia y tener hijos, o quedarse soltero para siempre. Cada día se le presentaba aquella incógnita y miraba a esos padres con sus hijos en el supermercado, en el parque, paseando por la calle, jugando con ellos en la piscina; velando por su integridad, acompañando sus primeros pasos, llevándoles el alimento a la boca, levantándolos por los aires, dándoles un beso, consolando su llanto, mostrándoles el mundo y le gustaba ver aquellas imágenes pensando que él también podría ser padre; y además, estaba convencido de que sabría hacerlo bien. Le entusiasmaban los niños y si por él fuese, se pasaría el día jugando, pero los años que pesaban sobre sus espaldas y la imperiosidad social de sentar la cabeza y comportarse como un adulto, tiraban de él hacia otro lado. Convivía en el mundo de los adultos comportándose en cierta medida como un niño, o al menos lo simulaba muy bien; y en esto, sacaba muchas sonrisas de las damas por las que momentáneamente suspiraba, porque sabía que pasados unos minutos, ellas iban a arrimar el hombro a otro doncel más guapo y a su altura, porque no se puede ir siempre con tacones para aparentar ser un poco más alta, porque a pesar de todo, no dejaban de ser “bajitas”.

Después, empezó a fijarse en esos amantes sentados en un banco del parque, besándose en el cine, caminando juntos y cogidos de la mano, compartiendo sus vidas, sus dudas y sus temores; también miraba a esa pareja de ancianos acompañando con ternura los achaques de su vejez, ayudándose en los pasos del otro y compartiendo los recuerdos de sus viejas glorias en tiempos en que la juventud les sonreía. Le parecía una opción agradable, un bonito camino a tomar, por eso a veces maldecía a su suerte, su talla, su destino y su dios por haberle hecho así.

El tiempo pasaba y en el cruce entre la vida marital o la soltería, todo parecía inclinarse a hacia una vida de celibato y sin congénere, hasta que un buen día, en otra de esas tantas ocasiones en las que él llevaba su saco de alegría, con el que cabe decir que ahogaba sus penas, una doncella se sonrojó con una de sus gracias y después con otra más; finalmente le lanzó una bonita sonrisa.

Él suspiró, intentó borrar sus pasiones y sentimientos, para no caer en otro desengaño, además, ella, muy al contrario que él, era de las consideradas bajitas. La cosa no saldría bien. Dejó de lado sus fantasías y prosiguió la fiesta como un niño desconsolado, dando un poco de pena para que cuando cualquiera le prestase atención y acudiese a consolarle, enseguida sorprenderle con una sonrisa, con una flor, con un chiste, un cuento, un poco de alegría, para que todos viesen que una sonrisa, vale más que todo el oro del mundo; que una sonrisa, derriba las murallas entre las personas; que una sonrisa, conquista todos los mundos; que una sonrisa ahoga las penas, aunque sólo sea por un instante.

Sin esperarlo, de nuevo salió a su encuentro aquella mujer considerada bajita; le rondaba desde lejos siguiendo sus acciones, sus pasos, sus gracias, hasta que armada de valor, quizá vencida por la desesperación que le producía su fiel compañera soledad, se le acercó y le dijo:

- Grandullón, nunca dormiré sin conocer tu nombre; no volveré a respirar sin sentir tu aliento sobre mis labios; tampoco me moveré si un baile no me concedéis.

 

No se sabe bien qué les llevó a formar aquella extraña pareja; quizá el miedo a la soledad, tal vez el egoísmo de ella por querer una sonrisa todos los días; quién sabe si es que sus físicos no les permitirían mayores aspiraciones; posiblemente ella no quería tener unos hijos bajitos y pensó que sería bueno cruzar sus genes con los de aquel grandullón; el caso es que poco más de un año después, tuvieron un hijo y le pusieron por nombre David, porque él derribó al gigante de sus temores. Después vino una hermanita, a la que llamaron Paz porque por fin habían podido sosegar sus espíritus.

Desde entonces, vivieron como otros muchos, amándose el uno al otro, acariciando sus respectivas arrugas, contando sus canas; disfrutando de sus hijos, viéndoles crecer y sintiéndose cómo se alejaban con los años para retomar sus propios caminos; pero se tenían el uno al otro. Cómo se las apañaron en los menesteres del matrimonio, es algo que no me atrevo a imaginar o por lo menos a contarles.

Fue una familia un tanto “rara de ver”: él demasiado alto, un poco calvo, con barriga de cervezas y buenas tapas, y muy velludo; ella muy bajita, delgada, con las cejas juntas, con gafas, mucha nariz, poco pecho y las axilas para depilar; sus hijos... mitad y mitad, sin que a ninguno le faltase ni le sobrase nada, es decir, con la talla justa; y eso si queda decir, muy guapos los dos, al menos a ojos de sus padres, como pasa siempre; pero eso sí, siempre estaban alegres. No les resultó difícil encontrar una pareja ideal para cada uno.

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