La
verdad, es que él tenía un gran problema, pero no era uno de esos
problemas simples como que le despidan a uno del trabajo, o que no te
alcance para pagar las letras del coche, la luz o el teléfono, o que
hayas dejado embarazada a una chica y ella quiera casarse; tampoco
tenía una enfermedad de mal pronóstico, ni eyaculación precoz; él
no había atropellado a nadie y se había dado a la fuga; no consumía
drogas, ni manejaba armas, ni tenía pendiente juicio alguno por
roces con la ley; tampoco se había divorciado de su mujer, ni tenía
que pasarle la pensión a los hijos; ni iban a embargarle la casa.
Su
problema era algo más complejo. Era una cuestión con base física,
pero no se trataba de ningún horrible defecto en la cara; tampoco
tenía problemas de oído o en la vista, ni le habían amputado
miembro alguno o le olían los pies de forma exagerada. Lo cierto es
que él era una persona de esas a las que todos quieren en sus
fiestas; sabía sacarle la risa a un niño que llora, también era
capaz de hacer un truco de magia, sostener tres pelotas dando vueltas
en el aire, contar una historia fantástica o tirar fuego por la
boca; él era capaz de guardar un secreto; de compartir la tristeza,
ofrecer consuelo y compañía; además, siempre iba con una sonrisa
por delante. Cabe decir de él, que se esforzaba por repartir
felicidad e ilusión, aunque sólo fuese por unos instantes. Quizá
podamos creer que era un payaso, pero en esto, andaríamos en error
porque nunca se movió en otro circo ni escenario que no fuese la
vida real. Él era así, un poco diferente a lo que estamos
acostumbrados, aunque dada la situación, me corresponde apuntar que
no era un personaje ficticio creado por un simple cuentista; él era
alguien real.
Seguramente
a nadie se le habría pasado por la cabeza pensar que él pudiese
tener problema alguno, pero sabido es que solemos mirar más nuestro
ombligo que pensar en los demás. Aunque también queda decir que
estando a su lado, compartiendo su magia, era difícil pensar en pena
alguna. Lo que nadie sabía de él, era la tristeza con la que pasaba
sus horas en solitario, más allá de esa alegría de la que siempre
andaba impregnando a los demás.
Como
hemos anotado, su problema partía de un componente físico; sudaba
un poco, eso sí, pero eso no puede considerarse como un problema de
la complejidad propia del que nos referimos. Sin dar más rodeos que
puedan disipar nuestros pensamientos o el interés por la presente
lectura, les adelantamos que parte de su problema es que medía cerca
de los dos metros; centímetro por arriba o centímetro por abajo; lo
cierto es que hasta esos altos que conviven con nosotros, lo veían
como más alto; quizá esto no pueda parecernos un problema como tal,
pero eso es porque nosotros, desde nuestra altura normal, no nos
hemos parado a urdir en los posibles inconvenientes de sobrepasar, en
dos palmos más, la media de los llamados altos. Citando por ejemplo
el hecho de que nosotros podemos dormir plácidamente en una cama
estándar, esto no era posible para él, dado que no se fabricaban
camas adecuadas a su longitud o de hacerlo, tenían que ser por
encargo (sábanas, colchón, somier...), con el coste adicional que
ello siempre supone. Por supuesto, nadie suele tener una de estas
camas en su casa por si se presenta una visita de alguien... de su
talla; tampoco es frecuente que haya habitaciones realmente
especiales en los hoteles, dado el caso. Por otro lado, debía tener
cuidado para no tropezar con la cabeza en alguna lámpara o en el
marco superior de las puertas. Pero bueno, después de todo, este no
era el problema real, puesto que como hemos dicho, el asunto era algo
más complejo.
El
corazón de su mal, radicaba en que él era de temple enamoradizo,
pero no nos referimos aquí a esa atracción física que lleva a la
vida o una relación en pareja sea heterosexual u homosexual, dados
los tiempos que corren. Cuando aquí hablamos de amor, ni por asomo
cabe pensar en el sexo, sino en la utopía que arrastra la palabra.
Para él no había distinción entre macho o hembra, caballero o
señora, varón o mujer, chico o chica; para él todos éramos seres
humanos, personas, habitantes del mundo, almas, hijos de Dios. A él
le entusiasmaba la gente; su forma de ser, de comportarse ante los
demás, de afrontar las diferentes situaciones de la vida, de vivir;
le gustaba contagiarse de la savia, la felicidad y la alegría de los
demás y llevarla consigo para repartirla por otros lugares del
mundo; le gustaba conocer a la gente a fondo, con los riesgos que
ello entraña, porque al final, siempre acababa descubriendo que esas
personas maravillosas que conocía cada día, en el fondo, no lo eran
tanto. Quizá, por esto se dice que las apariencias engañan. Esta
afición, por llamarla de algún modo, por definirla, o apuntarla, en
el fondo le producía tristeza, numerosos desengaños o desilusiones.
Y al final, cuando regresaba a su casa y miraba su vida, se sentía
solo una vez más, porque sí, siempre andaba rodeado de gente, pero
desde un punto de vista distante, informal, porque a la hora de la
verdad, yacía solo en su lecho; nadie quería compartir una vida
mucho más allá de las fiestas en las que siempre andaba presente.
Tener una relación seria con una chica; llevar vida matrimonial;
traer hijos al mundo, parecían cuestiones inalcanzables para él.
Cuando
era más joven, como todos, medía el físico de las personas; se
dejaba llevar por la atracción y el deseo por la perfección
femenina. Pero aquellas modelos, buscaban algo a su altura y él,
siempre andaba muy por encima. Pasaron los años y según se
adentraba en la madurez, dejaron de importarle tanto las formas
esculturales, los cuerpos esculpidos a base de dietas, deporte,
liposucciones, siliconas, cirugías o cremas reafirmantes. Bajó el
listón, pero de nada le sirvió.
Se
dice que lo que de verdad importa es el interior de las personas,
pero a efectos prácticos, quizá sólo los feos mantengan su
esperanza en frases como estas, de las que sabemos que únicamente
sirven para levantar la moral y el ánimo de quienes no están muy
agraciados físicamente. En este mundo, una cara bonita y un cuerpo
perfecto, lucen más que una cicatriz en la mejilla; que unas orejas
descomunales dirigidas hacia delante, o una nariz achatada, o las
cejas unidas por el ceño, la barbilla hundida o una nuez demasiado
prominente, unas nalgas caídas, o una barriga grande, o los
michelines, o un pecho demasiado grande o muy pequeño; además,
tampoco es lo mismo ser rubio que moreno; tener los ojos castaños o
azules; llevar gafas, tener mucho vello en el cuerpo o ser calvo.
Si
alguien afirma lo contrario, será porque miente o es feo. Si
realmente piensan que nada de esto importa, que lo que realmente
importa es el interior de las personas, quizá les quepa preguntarse
porqué cada día surgen más formas para adelgazar o prolifera la
cirugía estética, las depilaciones definitivas, los implantes de
pelo, los rellenos de silicona. Como no vamos a adentrarnos en
reflexiones de actualidad que entresaquen la sobrealimentación de
unos pocos o la desnutrición de otros miles, reemprenderemos el hilo
de la narración en la talla de aquel cuyas palabras para definirlo
siempre eran superlativas.
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