domingo, 13 de mayo de 2012

EL AUTOBÚS (primera parte)

Ahí va un hombre con las uñas ribeteadas de negro. Las moscas caen desfallecidas al sobrevolar sus sandalias. Tiene un inodoro de bar en la boca y los azulejos están salpicados. La camisa raída –no sé si decir blanca- presenta una pequeña mancha de sangre que pasaría desapercibida. Él sabe que no es una persona normal y huye; huye nadie sabe bien de qué mientras mira a sus espaldas constantemente. Cree que los muertos le siguen. Hace calor, pero él tiembla. ¿Qué escondes?. ¿Qué turba tus pasos?. ¿Qué hay en esa bolsa que llevas?.

Es demasiado mayor para vivir con sus padres, pero por algo será; tal vez no es una persona normal.

Camina entre la multitud de una acera y todos los ojos se vuelcan en él. En un cubo de basura pasaría desapercibido, pero no paseando por la calle. Le acompaña sus pasos un curioso tic que mueve su brazo izquierdo como la cola de una lagartija vilmente desmembrada. También está cansado de esas miradas que señalan su culpabilidad, así que decide sentarse en un banco a esperar que pase un autobús; el que sea, qué más da. Él sólo quiere escapar de sus perseguidores que amenazan con delatarle y parece que puede oír sus voces cada vez más cerca.

Viene una anciana a sentarse en el banco, porque sus piernas están cansadas y ha decidido coger el autobús, pero hay alguien sentado que le da miedo; va despeinado, huele mal y viste peor. ¡Estos pordioseros y drogadictos!. ¡Deberían encerrarlos en la luna!. Finalmente no se atreve a sentarse y decide esperar a unos metros.

Nuestro entrañable amigo se ha dado cuenta de que le está mirando y sus ojos le recuerdan a su madre. No puede soportar esa mirada; le congela la sangre. Un perro callejero husmeando sus pies con malas intenciones (quiere vaciar su vejiga) le hace desviar la atención sobre la anciana, y al bajar la vista, ve en el suelo medio cigarro. Está sucio y un poco roto, pero a él no le importa, así que tras ahuyentar al can con un subproducto derivado de las secreciones de las vías respiratorias, decide darse el gustazo, aunque no tiene fuego, no obstante le atrae la idea de ver la cara que pondrá la anciana cuando le pida algo con que encenderlo. No se demora en la acción y la vieja tampoco lo hace en la huida (de repente sus piernas han cobrado vida y el Espíritu Santo le ha dado la energía de un atleta olímpico).

Por fin llega un autocar y abre sus puertas deseoso de trasladar a otro apreciado cliente a cualquier parte de la ciudad, pero el conductor no sabe si dejarle subir o ceder su puesto y la cartera para aliviar la tensión que le produce el bulto del billetero y tal vez buscar otro empleo menos peligroso. Todas sus preocupaciones desaparecen cuando ve un majestuoso billete acompañado por una voz de “quédese el cambio”. De repente aquel pasajero tiene un aura especial; bien mirado puede ser que resulte atractivo (para una salamanquesa, porque con su cara llena de rugosidades no deja otra opción). Hay unos diez asientos libres, aún así y todo, tres pasajeros van de pie; uno porque sufre hemorroides; otro por sentir el perfume de la señorita que hay sentada junto a la puerta de salida y el joven restante porque se excita con el movimiento del vehículo.

Al reemprender la marcha el autobús, le hace avanzar varios pasos bruscamente, como un pingüino corriendo con torpeza hacia el agua. Va a sentarse en un asiento libre junto al de una señora que está al lado de la ventana, pero cual es su sorpresa cuando aquella reprimida sexual se cambia de asiento para que el ser que acaba de entrar no se siente junto a ella. La butaca de la ventanilla queda libre, aunque una barricada de piernas mal depiladas le impide su paso; no obstante, a nuestro amigo le encanta ese comportamiento de la gente porque es cuando más disfruta al tropezarse ante sus narices; le encanta ese tipo de contacto físico y casi se diría que le excita. Como en una carrera de obstáculos, la estrella invitada (con tic incluido) decide sentarse junto a la ventana, atropellando así a su cortés anfitriona, cuyo perfume de rosas queda diluido con el roce del apuesto galán desvencijado.

¡Qué mala suerte!. Mira por dónde ha ido a caer la colilla. No hay porque ponerse así, total a cualquiera le puede caer un cigarro en tan desbocado escote. Su compañera de butaca se baja dando saltos en la siguiente parada.

Después del incidente mira por la ventanilla escondiendo el rostro del resto de viajeros, que tampoco le quitan los ojos de encima, como si estuviesen levantando una barricada para que no se les acerque. ¡Pero qué tenemos ahí, si es nuestra anciana corriendo a buscar un mechero!. Anuncios, coches, calles, gente y un perro atropellado flotando en un baño de orines; un día apacible de no haberse cometido un asesinato.

Un niño y su madre se levantan de sus asientos para disponerse a bajar en la próxima parada y el infante se queda mirando aquella mancha parduzca en la camisa del extraño pasajero, que parece más grande de lo que pensaba.

-¡Chocolate! –dice el dueño de la camisa con una cara de inocencia mal fingida, pero el niño sabe que es mentira; él ha visto manchas similares cuando ha destrozado la nariz de alguno de sus compañeros de clase, y sabe que eso es sangre.

 

En una carnicería de barrio no hay tantas vísceras y huesos como en aquella habitación que queda muy atrás (a unas tres paradas de autobús). Las moscas empiezan a sentirse a sus anchas mientras el calor empieza a subir, porque por mucho que pueda parecer lo contrario, la oscura habitación llena de carne y sangre no es una cámara frigorífica. Alguien ha intentado hacer una hamburguesa récord y no lo ha conseguido. El gato está jugando con un ojo que aún parece mirar el mundo con asombro y nuestras invitadas, las moscas, toman a modo de aperitivo un poco de sangre servida sobre un reluciente y acerado cuchillo de carnicero; el otro grupo de moscas que ronda sobre la motosierra ya se ocupa de su correcta limpieza.

 

Menos mal que todo ese infierno dantesco ha quedado atrás. El autobús vuelve a detenerse y sube alguien con un uniforme azul oscuro, con toda seguridad poco amigo de los delincuentes. Es un viejo representante del orden a punto de jubilarse y que acude a la comisaría para iniciar su jornada del día (según sus cuentas le quedan doscientos cincuenta y nueve días para su jubilación). Por suerte se sienta junto al conductor del vehículo, que es seis años y medio más joven que él, pero al que conoce de toda su vida de peatón desde que no le renovaron el carnet de conducir por una mala visibilidad (no de la foto, sino que el policía no ve bien). Le cuenta la inverosímil historia de una anciana que le ha atropellado al salir por la puerta de casa: “¡No veas como corría la vieja!”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario